Mambo de Machaguay

El pueblo de Machaguay, en plena sierra arequipeña

El pueblo de Machaguay, en plena sierra arequipeña.

El “Mambo de Machaguay” es una suerte de prisma de la música latinoamericana en cuyas refracciones aparece lo más graneado y policromático de las estéticas musicales continentales. Ya sea en su versión huaynera, ya sea rockeada, ya sea con aires de mambo, ya sea con guitarrita psicodélica, los matices, las riquezas y las contradicciones latinas afloran con ritmo y desparpajo.

La composición original es de Luis Pizarro Cerón, folclorista peruano. La creó, era que no, como necesidad de aunar en una sola expresión dos inquietudes y/o motivaciones: la mezcla, lo barroco, el mestizaje de estilos y conceptos; tradición y modernidad. En este caso, la composición es el punto de encuentro entre la sierra peruana (el ritmo de huayno, el canto dedicado a un poblado arequipeño homónimo) y, según Eduardo Parra,  el desembarco internacional del mambo durante los años cincuenta, de la mano de la industria mexicana y el gran impacto que logró el nunca igualado desquiciamiento rítmico de Dámaso Pérez Prado. Tal como Condorito de la mano de Pepo, el Mambo de Machaguay nace como un nosotros también y qué frente a las influencias circulantes por América. Hijo de la hibridez, entonces, y de la síntesis.

No he logrado dar con lo que se supone que es la versión que da a conocer el Mambo, la de Agustín Flores León, pero creo que se da por hecho que la versión a la que uno debe acceder es la del gran Luis Abanto Morales. Las onomatopeyas en el canto, el rasgueo, las síncopas y los remates de la guitarra, la economía absoluta de recursos, el estribillo cantado en quechua… nada sobra ni nada se exagera en esta versión y la hace sentir como si fuera la genuina versión. Los conocedores de la música peruana también tienen en mucha estima la versión de Esther Granados, la reina de la jarana, que provenía de una tradición justamente más ligada a la música negra. Su versión es alegre y rítmica, coqueteando con la jarana limeña, llena de sabor y sudor. Encontramos, además, un sinfín de versiones bajo una concepción que enfatizan la sonoridad andina ya sea en la presencia de quenas o en la conjunción del charango y del bombo. Así encontramos, entre muchas otras, versiones como la de Inca Son, Cantamérica, Jaime Torres, Perú Latino o El Poncho, quizás demasiado preocupadas de dar con un unívoco sonido andino para una canción que nace desde el mestizaje de tradiciones.

Con búsquedas estéticas levemente diferentes, encontramos dos versiones argentinas: la del folclorista jujeño Fortunato Ramos, quien recrea con ciertos aires de misterio una versión que va creando, en la repetición instrumental, una curiosa creciente expectación. Quizás sea una suerte de metáfora musical sobre el ascender (al altiplano, por ejemplo) que podemos encontrar también, si alargamos caprichosamente la interpretación, al solo de guitarra de Los Jaivas en su versión Aconcagua. La otra versión argentina es la de Horacio Fontova. ¿Él la habrá escuchado desde Los Jaivas? En varios aspectos, la versión de Fontova parece querer estar a medio camino entre Morales y los viñamarinos, ya sea por la manera de cantar de Fontova, por el uso de la letra seleccionada por Los Jaivas y por la mestiza instrumentación, con percusión de espíritu hippie y bailable, pero con charango y violín serrano neto.

Hay, sin embargo, también versiones que rescatan su vena mambera. Es curioso como esa línea de la canción no ha sido tan explotada a través de sus versiones, pero las que existen son de una calidad y energía fascinantes. Tenemos, por ejemplo, la gran versión de Lucho Neves, gran compositor y arreglista arequipeño, que nos brinda una lectura del Mambo llena de jazz, pachuqueos y salsa, es decir recordándonos que esta canción dialogaba con una oleada rítmica llena de noche, luces y bohemia. Otra muy buena recreación es la de Freddy Roland, músico argentino que había tocado con el mismísimo Pérez Prado y que a comienzos de los setentas se queda a vivir en Perú. Arma ahí su orquesta de baile e invita al mismísimo Abanto Morales a cantar la contraparte de su versión huaynera, llena de metales y ritmo de salón cincuentero.

Para nosotros, los chilenos, las versiones de Los Jaivas son tan queridas y penetraron tan fuertemente en nuestra particular psiquis diablera, que con frecuencia se nos olvida que no es un tema propio, ni mucho menos una canción chilena. En 1976, Los Jaivas graban la primera versión en Argentina y la lanzan como single. Hoy por hoy la podemos escuchar en el disco Canción del sur. Ahora, como luego en 1981 vuelven a grabarla en el disco Aconcagua, uno nota claramente cómo el grupo viñamarino la fue asimilando lentamente hasta llegar a esa explosión perfecta de baile y alegría que es la versión en el LP. En otras palabras, a través de sus dos versiones uno puede observar cómo Los Jaivas buscaron y experimentaron hasta alcanzar un ideal de interpretación de rock huaynero… o de huayno rockero… de un mambo serrano.

La versión de 1976 me evoca, entonces, una mirada más cruda y brutal de la canción. Esta versión es casi tinku en espíritu, violenta, pesada, volcánica. La segunda guitarra es percusión, es matraca, es rugido. El estribillo alcanza un matiz específico y diferenciado con esas palmas y percusiones más enfatizadas que las voces. El solo de guitarra resulta algo confuso, exploratorio, todavía en búsqueda, pero ya con toda la energía que luego se traspasa a los larailarala en coro, crudos y aniñados. La versión de 1981 es rock jaivero puro, pero ya no es tan volcánica. No están las palmas tribales, no está la segunda guitarra percusiva, la instrumentación gana en exquisitez y variedad con el piano, el charango y las quenas andinizantes. Es una versión menos brutal, pero más alegre, fiestera, dinámica. Más frenética. El momento central es el solo de guitarra. Quisiera que un músico me pudiera graficar cómo se conjugan en ese momento único los recursos gramaticales del rock y del huayno. Baste por ahora con escucharlo. Para mí al menos es uno de los momentos cúlmines de la música chilena y americana, un momento único de alegría, energía, magia y mística nortina, como si ahí también estuviera cayendo sobre nosotros el cielo evocado en Canción del Sur. Los Jaivas consagran el profundo amor que sintieron siempre por la música serrana en ese solo de guitarra, mágico, definitivo.

Pero ahí no se agotan las refrecciones estéticas que inspira el Mambo de Machaguay. En clave electrónica , jazz (Simon Bolzinger) y cumbia psicodélica (Grupo Mermelada) también la encontramos, conformando un panorama vastísimo de infuencias, mestizajes y goces sobre una canción fundamental de nuestra América.